Hernán Lorenzino, ministro de Economía.
La ecuación discursiva, que todavía subyace en el discurso del establishment más retrogrado, es sencilla: si los precios aumentan es porque los salarios crecen más de lo debido o porque el gobierno gasta mucho y el Banco Central no para de imprimir billetes.
Un discurso elemental y primario pero muy fácil de difundir en una sociedad en la que los grandes medios masivos de comunicación están en manos de un puñado de empresas que se cuentan con los dedos de una mano. Este discurso que se corporizó con el comienzo de la dictadura militar, el 24 de marzo de 1976, tuvo dos objetivos claros. Encontró dos chivos expiatorios que justificaron la continua reducción del Estado en la economía y la menor participación de los ingresos de los trabajadores en la participación de la renta. La lógica era básica. Si los salarios generan inflación, entonces la respuesta era automática: para atacar la inflación también hay que reducir los salarios.
Esta falacia repetida millones de veces caló hondo en la población ytuvo consecuencias directas en la participación del ingreso y en la estructura productiva. En la primera etapa del gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1955), la distribución de la riqueza alcanzó el famoso fifty-fifty en que los trabajadores tenían casi el 50% y los empresarios el otro 50 por ciento. Después de un proceso creciente de concentración y extranjerización de la economía, la desigualdad máxima se alcanzó en el gobierno de Carlos Saúl Menem (1889-1999), en el que la participación de los trabajadores se redujo a menos del 30 por ciento. Este pico en la caída de la participación de los trabajadores tuvo su eclosión con la megacrisis de 2001-2002 que coincidió con el desmantelamiento del aparato productivo y la desnacionalización de la economía.
En los últimos años, se revirtió el proceso a través de la recuperación de los salarios y de políticas sociales que guarecieron a aquellos que tiene un ingreso muy bajo. La creación de la Asignación Universal por Hijo es un ejemplo claro de ello.
La destrucción del Estado que se vivió entre 1976 y 2003 tuvo consecuencias letales para la economía argentina. Sin árbitro, sin intermediario, la economía de mercado se encargó de la asignación de los recursos y los resultados de ellos no sólo lo sufrieron los trabajadores sino también el enorme tejido productivo integrado por las pymes. “La Argentina tiene un problema estructural desde hace más de 30 años. La concentración económica hace que algunos eslabones de la producción se apropien de la renta y tengan la postestad de fijar los precios. Revertir este proceso lleva años pero es importante avanzar”, explica Agustín Crivelli, economista del Cemop. La decisión de ayer apunta en este sentido y es un paso importante, porque el sector petrolero es uno de los más poderosos del mundo, y es un reflejo del compromiso político del gobierno de atacar las verdaderas causas de la inflación. Estos $ 3500 millones de sobreprecios que supuestamente cobran las petroleras no lo absorben los eslabones medios sino que se trasladan aguas abajo hasta que recaen en el consumidor, ya sea a través de los precios del producto final o los paga el Estado (en el caso del transporte de personas) a través de los subsidios.
Es decir, que la ausencia de un Estado fuerte capaz de intervenir para evitar que los jugadores más fuertes del sistema económico tengan niveles de rentabilidad superiores a la media, termina yendo en desmedro de los consumidores o del propio Estado (a través de los subsidios). “En sectores monopólicos debería ser el Estado el que imponga la tasa media de ganancia, a través de distintas herramientas como la Ley Antimonopolio o la Ley de Abastecimiento”, subraya Crivelli. No se trata sólo de una cuestión de sensibilidad social, sin también de eficiencia y supervivencia del modelo económico productivo. Por eso, cuando Cristina le dijo a los empresarios en la propia conferencia de la Unión Industrial Argentina que llegaba el tiempo de la “sintonía fina” sabía muy bien a que se refería. El ajuste tiene que consistir en atacar los bolsones de ineficiencia que se generan a través de la excesiva rentabilidad de algunos grandes jugadores económicos, no mellando los ingresos de los sectores medios y bajos como ocurrió sistemáticamente durante más de tres décadas (1976-2003). Si la Argentina decide planchar los salarios está matando la gallina de los huevos de oro. La recuperación de los ingresos de los trabajadores ha sido la causa principal del crecimiento económico y del empleo, cuya productividad, por cierto, creció más que los propios salarios. Es decir, que no se puede culpar a los salarios de la inflación sino a otros factores que recién hoy empezaron a discutirse. Por ejemplo, el fuerte proceso de concentración, a través de monopolios y oligopolios, que se observa en la producción de insumos difundidos claves como el aluminio, la chapa, el vidrio, el plástico, entre muchos otros, que, al igual que los combustibles, tienen una fuerte incidencia en los precios finales. El gobierno dio el primer paso para avanzar en este sentido, pero deberá tener la suficiente fortaleza política y el convencimiento para profundizar este sendero. No se trata de un camino sencillo. Sin embargo, los gobiernos que tomaron el atajo y acataron el libreto de Alfredo Martínez de Hoz y Domingo Cavallo acentuaron la pobreza, la inequidad, destruyeron el aparato productivo y se escaparon en helicópetero o entregaron el bastón de mando antes de tiempo.