Por:
DEMETRIO IRARMAIN
Está visto: la oposición al proceso abierto en 2003 (que sintetiza sus escasas multiplicidades en una única y potente voz de centroderecha, sobreamplificada por los medios que ya sabemos) ensaya por estos días un claro camino desestabilizador. Como en 2008. En el caso de la justicia, les resulta por demás sencillo transpolarlo. Nada hay más parecido a la estructura cuasifeudal que se da en muchos campos productivos argentinos que las oficinas de un juzgado federal.
Si esa condición medieval no cambia en la justicia la reforma habrá resultado en vano. Una profunda transformación cultural, en la conciencia colectiva y en la ágil democracia que protagonizamos los argentinos, sostiene y justifica la ansiada democratización del Poder Judicial.
El “toro Alfredito” que entonces montó De Angelis en la Plaza del Congreso, ahora lo replica Julio Piumato. Sin dudas, los trabajadores judiciales tienen, ante los ojos de la sociedad, más crédito que los jueces. Lástima que el dirigente sindical de los empleados lo esté dilapidando en cuestión de horas. Lo mismo pasaba con los peones rurales, hasta que Eduardo Buzzi hizo lo imposible por parecerse a Luciano Miguens. Los ordenanzas que representaron a los jueces en la marcha contra la reforma a la justicia prestan el mismo servicio que los exportadores de soja les mandaron cumplir a los chacareros. Falsa conciencia, que se dice.
Desde luego, fueron pocas las oficinas judiciales abiertas durante el “paro”. Demasiado pocas. Más que “huelga” se trató de un lockout. Nunca hubo en Tribunales un “plan de lucha” con tantas garantías patronales. En las reparticiones donde había personal, se trabajaba a puertas cerradas. Los teléfonos sonaban en la Mesa de Entradas, y nadie los atendía. El lockout fue el modo sutil que encontraron los jueces para adelantar la opinión que tendrán en los pleitos por inconstitucionalidad de la reforma. Quienes ahora evitan pronunciarse en público, para no invalidar su posterior intervención judicial, lo hacen a través del “paro”. “Hasta el lunes”, dijeron a su personal las decenas y decenas de Alfredo Bisordi que todavía abrevan en la justicia argentina.
En el hall de entrada de la Obra Social el único que no hizo paro fue el señor televisor: TN estuvo prendido para nadie. Ningún profesional de auditoría médica se acercó hasta el plasma a ver siquiera la temperatura. No es que ya la supieran desde antes de salir de sus casas: directamente no fueron. Los ingresos de Tucumán y de Lavalle, cerrados; las puertas de la calle Talcahuano, sólo una abierta, chiquita: como en un feriado, había que golpear para que del otro lado un policía de guardia preguntara quién es.
Como esos días no estuvieron las ratas, en Comodoro Py ni al gato se lo vio. En los Laborales, la persiana baja. En la Corte, candados.
Una jueza federal mandó a decir que los funcionarios de su juzgado estaban “licenciados”, y que los contratados que fueron el primer día de “huelga” a trabajar, al día siguiente tendrían libertad y plenas garantías para no hacerlo. Más claro, ponele agua. El nombramiento efectivo, no; pero hagan “paro” tranquilos. Servini los protege. Una delegada fue a trabajar a Diagonal 1190 y se encontró con el edificio cerrado. “Volvé a tu casa”, le dijeron desde la puerta de ingreso los canas. En Lavalle 1429 la cochera estuvo cerrada por “orden de arriba”. Los pocos funcionarios de la Corte que fueron a abrir sus oficinas debieron guardar el auto en un estacionamiento.
Los trabajadores que a pesar de la presión solapada, y a veces no tanto, se plantaron ante sus jefes y se presentaron a trabajar, ni siquiera fueron registrados por el sistema de control de asistencia. Alguien desconectó la computadora madre y dejó a la Corte sin la posibilidad de medir el grado concreto de adhesión a la “huelga”. Consecuencia: los ausentes que aprovecharon la volada ya no tendrían siquiera la urgencia de conseguir un certificado médico que justifique sus faltazos.
Ni hablar del sugestivo corte de luz que hubo en Tribunales durante casi dos horas, y también en el edificio de Lavalle 1238, adyacente al Palacio, frente a la Plaza colmada por el aparato sindical del moyanismo. Hasta el diario La Nación aseguró en su crónica de la marcha que el apagón “favoreció el cese de actividades” y que los “funcionarios desalentaban a los abogados que se presentaban en el Palacio a dejar sus escritos”.
Los jefes que hasta el paro anterior tomaban lista y enviaban prolijitos y eficaces el listado del personal ausente a Recursos Humanos, para que proceda, esta vez, y obedeciendo órdenes de sus superiores, transmitidas extraoficialmente, por teléfono, de vocalía en vocalía, se adhirieron a la medida. El resultado fue previsible: hasta el medio ayudante recién ingresado se vio gentilmente “invitado” a parar.
El triste posicionamiento de Piumato definió al gremio de empleados como lo que no es, pero parece: apenas una corporación más dentro de la gran corporación que es la Justicia. La “contundencia del paro”, como dice el moyanista, probaría lo extendida que sería la familia judicial. Así como existe la corporación de los jueces o de los abogados, pareciera que también existe la de los trabajadores. Piumato pierde así una excelente oportunidad. Lee mal y a destiempo el mandato histórico del continente. La sociedad exige a gritos garantías democráticas, de transparencia, dentro del Poder Judicial: bajo su liderazgo el gremio ya no puede brindárselas.
Mientras la corporación judicial puso en marcha todos sus dispositivos de control, hubo, sin embargo, centenares de trabajadores que los resistieron y fueron a trabajar. Se plantaron con altura ante los jueces y abrieron la oficina. Apretaron los dientes y ficharon temprano. Con vergüenza, obligaron a los camaristas y funcionarios a no tomarse el finde largo en sus country último modelo.
Fueron gestos de mística militante, de compromiso democrático, constitutivos de un Poder Judicial absolutamente renovado, ágil y afín a la transformación, que se avecina. Inexorablemente. No fueron un bien de los jueces, una propiedad privada de los magistrados, sino trabajadores comprometidos con la sociedad que componen, y a la que le deben su última y más determinante fidelidad. “Los imprescindibles”, diría de ellos Bertolt Brecht.