Gustavo Adolfo Cacivio, alias “El Francés”, era jefe del centro clandestino El Vesubio. La historia de Laura Feldman, una de sus víctimas, deja al descubierto su calaña.
El hombre fue ingresado por dos guardias al salón del Tribunal Oral Federal Nº 4 (TOF), en el edificio de la calle Comodoro Py. Era calvo, grandote y con un traje gris, acaso con demasiada fibra sintética. Su nombre: Gustavo Adolfo Cacivio. Lo cierto es que en estos días, a los 71 años, su agenda es intensa, ya que reparte su tiempo entre La Plata y el barrio porteño de Retiro.
En el primer sitio se lo juzga por los crímenes cometidos en el centro clandestino La Cacha; en el otro, por los de El Vesubio. Él fue jefe en ambas catacumbas. Por entonces, se lo conocía, simplemente, como “El Francés”. Ahora, en el banquillo, tenía los ojos entrecerrados; tal vez su mente evocara un episodio del cual acababan de cumplirse 36 años.
Durante el amanecer del 14 de marzo de 1978, fueron hallados cinco cadáveres en un descampado de la localidad de Lomas de Zamora. Eran tres hombres y dos mujeres de entre 17 y 23 años. La causa de muerte fue “shock traumático agudo por heridas de bala”, consignaría el acta de defunción. Horas después, fueron enterrados en una fosa común del cementerio local. El Francés no era ajeno al asunto.
En el alba de ese mismo martes, el militar volvía de Lomas de Zamora en un Ford Falcon gris, junto con otros cinco vehículos. La caravana ingresó por la autopista Ricchieri al Camino de Cintura, en La Matanza. Allí, detrás de una frondosa arboleda, había un predio con pileta de natación y tres casas de estilo colonial con tejas rojas. Era El Vesubio, que funcionaba bajo el control del Primer Cuerpo del Ejército. Allí habían estado las cinco personas ejecutadas. Entre ellas se encontraba Laura Isabel Feldman, de apenas 18 años, a quien todos llamaban Penny. Su historia merece ser contada.
En 1974 el clima político comenzó a enrarecerse. El 22 de agosto de ese año, la UES recibiría su primer golpe mortal: el Roña –un dirigente del colegio Buenos Aires, cuyo nombre era Eduardo Bekerman– fue asesinado por la Triple A.
EL CIELO POR ASALTO. Héctor José Cámpora acababa de ganar las elecciones de 1973 y la dictadura de Lanusse asistía a su tiempo de descuento.
En la noche del 18 de abril, la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) celebraba su acto fundacional en el Sindicato de Calzado. Era la rama estudiantil del peronismo revolucionario. Y en el amplio local de la calle Yatay no cabía un alfiler. Las palabras de los oradores se veían desbordadas por los bombos, redoblantes y cantitos. “¡Aquí están/estos son/los pendejos de Perón!”, coreaban miles de gargantas.
Primero habló Cristian Caretti, conocido como el Gringo. Era el flamante jefe de la UES, un pibe con un carisma arrollador. Luego fue el turno de Juan Manuel Abal Medina. En su rostro todos veían los rasgos de su hermano Fernando, el jefe montonero caído en combate. “El 25 de mayo van a estar en libertad todos los compañeros presos”, fue su remate. Y las gargantas volvieron a estallar. El plato fuerte estuvo a cargo de Rodolfo Galimberti. Con su campera de cuero y los brazos en jarra, enloqueció a los presentes. Fue entonces cuando lanzó su idea de organizar milicias populares. “¡Aquí están/estos son/los fusiles de Perón!”, replicó la multitud.
En el fondo, parada sobre una silla, Penny no daba crédito a sus ojos. Era su despertar político. En ello, por cierto, fue precoz. Con sólo 12 años había asistido a sus primeras marchas. Y desde el invierno anterior, mientras cursaba primer año en la Escuela Carlos Pellegrini, había comenzado a militar en la Fede, como se le decía a la Federación Juvenil Comunista. Fue un noviecito quien la llevó por tal camino. Pero ahora, invitada al acto de la UES por una compañera del colegio, su deslumbramiento por la liturgia peronista auguraba en ella un giro. La mutación se cristalizaría por completo el 25 de mayo de 1973.
A la mañana, en esa Plaza de Mayo tomada por la gente, Penny vibraría al ver el repliegue en helicóptero de la Junta Militar, al ritmo de un atronador: “¡Se van/se van/y nunca volverán!” Y la noche la sorprendería con esa misma multitud frente a la cárcel de Devoto, mientras los presos políticos –tal como lo vaticinara Abal Medina– ganaban la libertad. En ese instante quizás sintiera que la Revolución era sólo una cuestión de horas. Y que ella era parte del asunto. Fue imposible quedarse en la Fede. Al otro día se metió a la UES.
Penny había nacido en Buenos Aires el 11 de agosto de 1959. Era hija del cineasta Simón Feldman y la periodista Mabel Itzcovich. Su única hermana, Ana Nora, le llevaba dos años. En su infancia vivió en un departamento de Villa Crespo y cursó estudios en una escuela pública situada en la esquina de Aráoz y Güemes. A los 10 años, tras la separación de sus padres, residió unos meses, con Ana y Mabel, en París, ya que esta última había conseguido un empleo en la agencia France Press. Sería la insistencia de Penny por regresar al país lo que, al cabo de unos meses, precipitó el final de la estadía en Francia. Desde entonces, ella alternó la escuela con el Icuf, una organización judía de orientación progresista, en la que los chicos efectuaban los sábados algunas actividades recreativas. Y tras ingresar al Pellegrini, incursionaría –ya se sabe– en la política estudiantil, sin desatender al Icuf. Ni la lectura de novelas. Ni su afición por los culebrones televisivos, lo cual era duramente cuestionado por su hermana, quien también estaba en la Fede. Después –al igual que Penny– pasaría al peronismo.
Mabel asimiló con naturalidad la nueva causa de sus hijas. En parte, porque en ese hogar –las tres ahora vivían en un departamento situado en Uriarte y Güemes– se respiraba a política y, además, desfilaban personajes como Paco Urondo, Juan Gelman y Horacio Verbitsky.
Por entonces –corría el otoño de 1973– se produjo la toma del Pellegrini. Penny participó activamente. Y la convivencia con sus compañeros –la toma duró casi tres semanas– forjaría lazos de amistad indisolubles. En tales circunstancias, Penny comenzó a ser muy apreciada entre sus pares; esa piba menuda, con pecas y mirada luminosa no pasaba desapercibida.
NOCHE Y NIEBLA. En 1974 el clima político comenzó a enrarecerse. El 22 de agosto de ese año, la UES recibiría su primer golpe mortal: el Roña –un dirigente del colegio Buenos Aires, cuyo nombre era Eduardo Bekerman– fue asesinado por la Triple A.
En 1975, como parte de la estrategia de la UES, Penny se pasó al Normal 5, de Barracas, para fortalecer ese frente. Al tiempo sería designada responsable de la UES en ese colegio. Y conoció a Eduardo Garuti, un militante barrial de 17 años apodado Angelito, quien se convirtió en su pareja hasta el fin de sus días. Penny conjugaría después su militancia estudiantil con la preparación de un semanario –junto a un equipo encabezado por el periodista Enrique Jarito Walker– que nunca llegó a publicarse. Su lanzamiento estaba previsto para el 24 de marzo de 1976.
Ya bajo la noche de la dictadura, la existencia de Penny se tornó riesgosa. Pero no renunció a su actividad política. Ni se mudó. A comienzos de 1977, llegó a su casa. En el segundo piso, una patota militar rompía su puerta. “¿A dónde vas?”, le preguntaron. “Al tercer piso”, dijo ella. Y puso los pies en polvorosa con Angelito, que estaba en la calle. La patota, al irrumpir en el departamento, encontró una foto suya. Y corrieron hacia la calle con las armas ya amartilladas. Penny y Angelito ya estaban lejos.
Tras ello, Mabel y Ana se exiliaron en Italia. Penny, en cambio, se mostró obstinada en quedarse para proseguir con su militancia, pese a los esfuerzos de su entorno familiar por disuadirla. Y con Angelito pasaría a la clandestinidad.
Desde entonces, sus pasos fueron difíciles de reconstruir; sólo se sabe que la pareja continuó su actividad política en el sur bonaerense. Al menos eso le dijo Penny a su padre, durante unos días en Necochea que ambos pasaron en febrero de 1978. No imaginaban que esas vacaciones serían en realidad una despedida:
El 18 de ese mes, Penny y Angelito fueron secuestrados en una pensión del barrio de Once. Testimonios de sobrevivientes de El Vesubio aseguran que la pareja pasó por allí. Sus apodos fueron tallados sobre el tablón de un camastro. Se cree que Angelito fue asesinado poco después.
En tanto, mientras Mabel y Ana realizaban en Europa desesperadas gestiones ante gobiernos, embajadas y organismos internacionales, Simón llegó a presentar unos ocho habeas corpus. Y hasta sería asaltado por represores que prometían sacarla del país, a cambio de una suma de dinero.
Como ya se dijo, Penny fue asesinada con cinco balazos el 14 de marzo. Sus 18 años, al parecer, representaban un peligro para la seguridad nacional.
En 2009, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) identificó los restos de Laura Feldman. El 10 de abril de aquel año, sus amigos, familiares y compañeros la despidieron en el Carlos Pellegrini. Fue –con 32 años de retraso– el duelo que sus asesinos quisieron evitar.
LA HORA DEL VERDUGO. Entre los responsables de su muerte resaltan el mayor Pedro Durán Sáenz (fallecido en 2011, mientras era juzgado), el ex general Héctor Gamen y el ex coronel Hugo Pascarelli (condenados en 2011), junto con los oficiales Jorge Crespi, Federico Minicucci, José Svencionis, el guardia penitenciario Néstor Cendón y, desde luego, el Francés, quien no sólo habría comandado el secuestro de Laura sino también la ejecución. Los cinco últimos son juzgados ahora por el TOF 4 por 204 secuestros y tormentos. Entre sus víctimas –además de Laura– hubo otros estudiantes del Pellegrini; entre ellos, Mauricio Wainstein y Mirta Diez.
También pasaron por ese centro clandestino la presidenta de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires, Beatriz Perosio; los escritores Haroldo Conti y Héctor Oesterheld, y el director del cine Raymundo Gleyser.
Al Francés, que circulaba por El Vesubio embadurnado con colonia Old Spice, se lo recuerda por alternar las tareas aberrantes con su pasión por la música clásica. Su preferido era Brahms. Y, en los allanamientos, solía ordenar a la patota: “Afanen discos y casetes.” En una ocasión, le tiró un casete en la cara a Cendón, al grito de: “¡Este ya lo trajiste tres veces!” En alguna ocasión, amenizó sesiones de tortura con la melodía de sus compositores favoritos.
Su estilo como jefe de El Vesubio fue destacado por muchos sobrevivientes, dado que su presencia era constante en los secuestros y en las sesiones de torturas. También era quien decidía a quién someter a tormentos, o en qué sitio un detenido iba a ser alojado, dentro de las tres casas del centro de detención.
Ya a mediados de la década del ’80 alcanzó grado de teniente coronel, sin dejar de actuar como oficial de Inteligencia. Luego, tal vez en virtud de un sexto sentido envidiable, se hizo humo. Y sin que su nombre verdadero salga a la luz. En los testimonios sobre su actuación en El Vesubio siempre se lo nombraba por su apodo.
Recién en agosto de 2010, el juez federal Daniel Rafecas logró identificar al temible mandamás de aquella sucursal del infierno. Según se explicó entonces, uno de los elementos que guió la pesquisa del magistrado fue que en los centros clandestinos del llamado “circuito Camps” había un oficial del Ejército con ese alias y que respondía a las mismas características.
En aquel momento, de hecho, el represor ya estaba tras las rejas. Había sido detenido en febrero de 2010 por orden del juez federal Manuel Blanco, junto con algunos colegas de La Cacha, que dependía del Destacamento de Inteligencia 101, de La Plata. Ahora, en el banquillo de los acusados, a veces cabecea; otras, dormita. Ya nada queda de aquel oficial que manejaba la picana atildado como un dandy. No obstante, en su estampa envejecida, la ferocidad sigue brillando en su mirada.
fuente tiempo argentino