La camiseta y la pelota

 

 La llevaba. Paralelo al área, fisgoneando un posible buraquito en la cordillera con forma de retaguardia, de camisetas blancas. Se la arrojó a Erbes. En realidad, se la sacó de encima. La jugada siguió, pero él se desentendió del partido, insultando al cielo, carajeando a sus compañeros. Tal vez a sí mismo. Juan Román Riquelme, el dueño de la pelota, no acertaba a darle destino, cuando su equipo tenía la posibilidad de tener la pelota todo lo que quisiera. Exhausto, con uno menos, Tigre se la había regalado, sin contemplaciones.

Faltaban menos de 10 minutos. Bianchi no hacía más que acumular tipos hambrientos, ofensivos, de buen pie. Siete en total. No bastaba. En todo el segundo tiempo había llegado a puro bochazos al área, sin sentido. No había quién pensara, quién mirara al compañero y se la diera redonda, una cortada, un pase en profundidad, un toque preciso al área, al menos un remate desde afuera que no tuviera las nubes como destino. No hubo hasta entonces, en ese segundo tiempo, una jugada como la del primero, en la que Erbes arrancando de 8 clásico combinó dos veces con Paredes y luego con un regate burló a los zagueros rivales, pero Javier García volvió a mostrar la veta de injusticia del fútbol: ese jugadón no merecía otro final que ser gol. El arquero de Tigre se había erigido en figura con tres atajadas: esa, un cabezazo de Martínez y un tiro lejano y mordido de Riquelme que se colaba en el rincón zurdo.
Boca tuvo la pelota y no supo qué hacer. Una frase tan vieja como el fútbol. Una impericia tan vieja como el propio juego. ¿Con Riquelme y Paredes de doble enganche? ¿Con el agregado posterior de Cángele y de Riaño? Excusas individuales: hasta los 84 minutos, Riquelme dio un solo pase con cierto picante; el resto del tiempo fue lateralización poco productiva, cesiones imprecisas, toques intrascendentes en la mitad de la cancha, hacia donde bajaba a encontrar espacios que no hallaba más cerca del área rival, que es donde puede lastimar muchísimo más. Paredes nunca fue socio de gestación: con escaso ímpetu, con un desconcierto que parecía indolencia, con una permanencia en la cancha que sólo se justificaba en la urgencia de la hora. Cángele ingresó con la misión de desbordar: lo hizo un par de veces y rápido cayó en el embudo por donde no pasaban ni él ni sus compañeros de punta que llegaron a ser tres. El Burrito Martínez y su levedad: un cabezazo y poco más para un partido que imponía más técnica y más ganas. Riaño: jugó 10 minutos y encaró dos veces con acierto: una fue el preludio del primer gol, nada menos.
Pero este Boca que tuvo la pelota y no supo usarla debe mirar, primariamente a lo que es como equipo. Bianchi lo dijo: sólo lo irregular del torneo le permite a su equipo permanecer en la pelea por el título. Pero a su juego no se le cae una idea más que ir a la carga Barracas, a lo Boca, con empuje, pero lejos, muy lejos, de los equipos de claridad conceptual de los del Virrey, que podían gustar poco o mucho, según la mirada analítica, pero que mostraban un concepto tan abrumadoramente claro como exitoso. Este es tirar la pelota al área, para que alguien la pesque. Gigliotti le había prolongado la existencia con siete goles consecutivos. Cuando se secó, se acabó la rabia. Claro que cuando se dispone la pelota como lo hizo Boca y no se la utiliza con criterio, la oquedad de ideas queda aun más al descubierto.
Los últimos cinco minutos no deberían contradecir el resto del análisis. La arremetida de Riaño. La avivada de Riquelme para entregarle la pelota al único que tenía un tranco libre en toda la cancha y que eso, Paredes, metiera un certero remate que abriría la puerta. Que el propio Riquelme acertara con el centro con picante, que otra vez podía haber sido rechazado por la defensa rival, como miles antes, pero que esta vez fue conectado por un compañero, (el Chiqui) que lo mandó al gol. Boca, finalmente, de tanto insistir, usó la pelota para ganar. Lo suficiente, pero mucho menos de lo necesario.