El ejército de Roca casi arrasó con el pueblo ranquel. Hoy, en la comunidad Rosa Montero, La Pampa, viven unos cinco mil aborígenes. El cacique Nazareno Cerraíno lucha por recuperar costumbres a las que el olvido y la vergüenza casi masacraron. Texto y fotos: Carlos W. Albertoni
El primer sol de la mañana lo embiste de lleno cuando llega hasta la tranquera. Una brisa fresca agita las ramas de los caldenes que rodean la pirámide y al mirarlas, Nazareno empieza a perderse en un sueño antiguo. Uno que ya ha tenido otras veces. El tiempo trágico de la Campaña del Desierto, el rostro de un indio embriagado por el olor de la batalla inminente, el galope largo sobre la desgarrada llanura, las lanzas y los fusiles enfrentados sin darse tregua, un dolor certero que perfora el pecho, el cuerpo del fiero jinete tirado en un lodazal sombrío.
Sin avisar, un olor a hierba mojada lo arranca del sueño. La lluvia de anoche empapó la llanura, piensa Nazareno, que abre la tranquera muy despacio mientras murmura una plegaria en la lengua que fuera la de sus ancestros. Dos niños que son de su raza lo acompañan, lo escuchan en silencio con la vista estaqueada en ese sitio en donde descansan parte de los restos de quien fuera uno de los mitos más grandes de la historia de su pueblo. “Este es un lugar que debe ser venerado”, les dice Nazareno mientras se acercan a la pirámide de madera en cuyo interior se encuentra el cráneo de Mariano Rosas, el legendario cacique ranquel que fuera hecho prisionero de niño por Don Juan Manuel de Rosas, El Restaurador, de quien aprendiera los secretos del huinca hasta que siendo ya adolescente lograra escaparse para volver a las tolderías.
Llamado Panguithruz Güor por los suyos, Mariano Rosas se convirtió a su regreso en un gran cacique que lideró a la nación ranquel en uno de los períodos de mayor prosperidad y paz que recuerde su gente. Tras su muerte, ocurrida en agosto de 1877 por un fulminante ataque de viruela, sobrevino la Campaña del Desierto que extendió las fronteras de la civilización blanca y borró casi por completo a los indios de sus antiguas tierras. Y aconteció que en esos días de conquistas el coronel Eduardo Racedo ultrajó la tumba del cacique Rosas para apoderarse de sus restos como si de un macabro trofeo de guerra se tratara. El militar se quedó con los huesos del cacique durante un corto tiempo hasta que pasaron primero a manos de Francisco Moreno quien sumó el cráneo de Rosas a su vasta colección de restos óseos de aborígenes sudamericanos y más tarde al Museo de Historia Natural de La Plata para ser parte de la exhibición antropológica de la institución.
Acomodando su poncho de tanto en tanto, Nazareno cuenta la historia de frente a la pirámide. Los niños lo escuchan fascinados, ojos bien abiertos, ojos profundos y opacos, ojos de quien atiende una leyenda. Hace más de diez años, un grupo de ranqueles decidieron que era tiempo de repatriar los restos de Mariano Rosas, de sacarlos del museo y traerlos otra vez a su tierra. Y, de aquel grupo, Nazareno fue el encargado de reconocer el cráneo, que llevaba el número 262 como identificación dentro de la enorme colección de piezas antropológicas. Con la que fuera la cabeza del viejo cacique en sus manos, tras el reconocimiento, agradeció en lengua ranquel a las autoridades del museo y puso en marcha un proceso de ansiada recuperación que terminaría en junio de 2001 con el traslado del resto óseo desde La Plata hasta el paraje de Leubucó, una quebrada de médanos bajos que fuera el centro político de la nación ranquel en los tiempos de Mariano Rosas. Allí, en ese descampado del norte pampeano, se levantó una pirámide labrada en madera de caldén en cuyo interior se depositó el cráneo del cacique. “Este enterratorio es el símbolo del viaje que el gran Panguithruz Güor emprende desde el ombligo de la tierra hacia la luz de los cielos”, explica Nazareno y los dos niños abren aún más sus ojos.
Nazareno Cerraíno es un ranquel orgulloso de su estirpe. Su tatarabuelo fue el cacique Mariqueo, uno de los lugartenientes de Mariano Rosas en los tiempos que precedieron a la Conquista del Desierto. “De él heredaste la mirada firme”, le confesaba siempre su abuela, una mujer de rostro curtido por el viento seco que nunca renegó de su origen en una época en la que ser ranquel daba vergüenza, porque al indio se lo condenaba sin remedio a la humillación social. Cuando recuerda a su abuela, la voz de Nazareno se quiebra irremediablemente, gracias a ella aprendió la lengua de su gente, supo la historia de su raza, gracias a ella hoy se siente honrado de ser el lonko de su familia, el jefe de la comunidad Rosa Montero, una de las diecinueve comunidades ranqueles que aún se desparraman sobre la geografía pampeana.
La comunidad Rosa Montero es una de las más tradicionales de Victorica, un pueblo que fuera la primera población en ser fundada en la provincia de La Pampa tras la Campaña del Desierto liderada por Julio Argentino Roca. Ubicado en el norte provincial, viven allí más de cinco mil ranqueles, la mayoría de ellos descendientes directos de los hombres y mujeres que vivían en las tolderías de Leuvucó en los tiempos del cacique Mariano Rosas.
El tiempo y el olvido han acabado con muchas de las costumbres de la vieja raza, por lo que su rescate es siempre una tarea difícil. Así lo siente Nazareno, empeñado en enseñar a los suyos el idioma ranquel, una lengua que es originariamente ágrafa, sin vocablos escritos, y que muy pocos hablan en la actualidad. De a poco, a cuentagotas, el esfuerzo va recogiendo frutos y en las calles de polvo de Victorica ya es habitual escuchar el “mari mari”, un saludo ranquel que da la bienvenida a propios y extraños.
Desde Victorica son pocos los kilómetros hasta Leuvucó. Una ruta de ripio lleva hasta ese sitio de cardos y caldenes en el que vivieran más de dos mil ranqueles antes de la llegada del ejército de Roca. Por allí, por ese camino desparejo, marchó la procesión de jinetes ranqueles que cargó el cráneo de Mariano Rosas hasta la pirámide que hoy lo honra y recuerda. Esa tarde de hace más de diez años, los lonkos de dieciocho comunidades desfilaron junto con la memoria del legendario cacique, batiendo el parche del cultrum, haciendo sonar las trutukas y las pequeñas pifilkas, agitando la bandera de la nación ranquel compuesta por tres franjas de vivos colores, el azul del cielo, el verde de la naturaleza y el rojo de la sangre derramada en las luchas contra el huinca. Según se cuenta, los ojos de casi todos los jefes comunitarios se astillaron de lágrimas cuando Adolfo Rosas, el bisnieto de Mariano, depositó al fin la urna con el cráneo en la pirámide.
Ya va acabando la mañana cuando Nazareno termina con el relato. Seguido por los niños, camina hasta la tranquera y, antes de atravesarla, vuelve a mirar las ramas de los caldenes que rodean al mausoleo de madera. Sin poder evitarlo, sin siquiera intentarlo, el viejo sueño sigue allí, entre los árboles, el revoltijo de indios y lanzas, los cascos de los caballos atropellando los cardales, el último jinete galopando hasta ese lugar en donde el dolor certero le perforará el pecho.