En aquella frase, cuya potencia sintetizada la ha vuelto célebre a lo largo de la historia, parece condensarse tanto un diagnóstico –la dispersión de los trabajadores– como también la clave de su éxito: sólo la unión y organización de los mismos podrá poner fin a su opresión.
Separada espacial y temporalmente de nuestros días, aquella consigna parece, sin embargo, tener cierta relevancia para nosotros. Con respecto a la dispersión de la clase trabajadora, los movimientos recientes del mapa sindical de la Argentina son una prueba cabal de ello. La flamante fractura de la CGT entre moyanistas y el sector conocido como “Los Gordos” se suma a la lista de las otras centrales obreras existentes: la CGT Azul y Blanca, liderada por el gastronómico Luis Barrionuevo y las dos CTA, la oficial de Yasky y la opositora liderada por Micheli, lo que completa un escenario en el que conviven cinco centrales obreras. Si bien las divisiones y las fracturas no son una novedad, conviene prestar atención sobre quiénes ganan y quiénes pierden en este escenario de ruptura.
En primera medida, claramente, la fragmentación sindical atenta contra los intereses de los trabajadores en general: la falta de unidad –es un cálculo lógico del juego político– tiene su correlato en el debilitamiento de la clase trabajadora en lo que a la defensa de sus intereses se refiere. No es lo mismo que haya una central obrera organizada, que más allá de la disparidad de ramas y sectores logre mancomunar reclamos y demandas, a que existan cinco organizaciones distintas, enfrentadas entre sí, y cada una reclamando por su parte.
Por otro lado, la alta fragmentación sindical, y contrario a lo que se sostiene desde algunos sectores, también afecta al gobierno nacional de manera directa. En primer lugar, porque supone una multiplicidad de interlocutores, lo cual complejiza la relación del Estado con los sindicatos y aumenta las posibilidades de conflicto social. Pero en segundo término, y más fundamental aún, porque este es un gobierno que no ha permanecido neutral con respecto a la situación de los trabajadores, sino que, por el contrario, ha basado su modelo de crecimiento en la recuperación del consumo por parte de los mismos y en un mejoramiento paulatino de sus condiciones de vida.
La situación de fragmentación sindical se complejiza aun más si contemplamos el contexto internacional de crisis económica. Pese a las múltiples medidas contracíclicas y los esfuerzos varios por parte del gobierno para morigerar sus efectos, la crisis amenaza cada vez con más fuerza con colarse al interior de nuestro país. Si eso sucede, se sabe, al igual que cualquier otra crisis, quienes quedan más expuestos y vulnerables son los sectores trabajadores.
Ahora bien, revertir la situación de fragmentación sindical tampoco parece tarea sencilla. Mucho más, cuando algunos dirigentes priorizaron hace tiempo sus aspiraciones políticas por sobre los intereses de sus representados.
El proceso de cambio que desde hace años se puso en marcha en el país está pidiendo hace tiempo también una renovación de las organizaciones sindicales y sus prácticas, que elimine las distancias entre las cúpulas sindicales y las bases trabajadoras, derribando personalismos y burocracias anquilosadas. Es fundamental que los dirigentes sindicales permanezcan leales a los intereses de los trabajadores. Tan fundamental como que sepan leer la coyuntura política sin marearse.
Como sugería Marx en aquella frase, la organización es la antesala de la victoria. A esta altura deberíamos convencernos de que no hay proyecto nacional y popular sin la presencia comprometida y organizada de los trabajadores.